domingo, 1 de noviembre de 2009

Por algún lado hay que empezar (Primera parte)


Por César Ramón Cuello


Está escrito, y seguramente con grandes caracteres, que “el movimiento se demuestra andando”. Andar implica realizar un esfuerzo y el primero en poner en práctica es el llanto cuando apenas nacemos y luego para requerir que nos alimenten. El esfuerzo de aprender a caminar nos cuesta siempre unas cuantas caídas. Debemos pagar el costo de empezar a ser cada vez menos dependientes. Estas dos pruebas a que nos somete la vida desde el vamos, hacer notar nuestra presencia demandando y lograr las cosas por nosotros mismos, son las constantes que no debieran desaparecer nunca en el transcurso de nuestras vidas.

Ante estas premisas y observando las circunstancias socio económicas que rodean a nuestra Patria es posible que debamos detener la marcha y ponernos a pensar que para superarlas debemos incorporar herramientas para el largo plazo. Porque las medidas de coyuntura que se han ofrecido y le ofrecen al pueblo argentino no han surtido ningún efecto hasta ahora.

Por exclusión entonces se puede afirmar que el largo plazo es el que puede ofrecernos mayores posibilidades para llegar al puerto donde la vida sea una expresión de la dignidad que íntegramente debemos preservar como un don divino, que nos diferencia del resto de los animales que habitan la Tierra.

Los argentinos, en vez de estar transitando un sendero de paz espiritual y económica ni siquiera tienen a la vista el derrotero que los encamine hacia un futuro con esas condiciones. Como la falta de seguridad y de cobertura de necesidades supera a todos los otros problemas que padecemos, hoy en día un lugar principal en el escenario de las decisiones políticas lo ocupa la ayuda estatal directa, el subsidio programado de ciento ochenta pesos mensuales para hijos de desocupados. Para paliar, se dice, el desesperante estado de millones de argentinos cuyos ingresos no alcanza a solventar la denominada canasta familiar alimentaria.


Menos alcanza para la canasta familiar total que incluye alimentos, instrucción de niños y jóvenes, atención de la salud, renovación de vestimenta, esparcimiento con actividad deportiva incluida, inversión familiar para mejorar calidad de vida (vivienda propia V.G.) y otros gastos que se identifican con un nivel que usufructúa de los beneficios del grado de civilización que ha alcanzado la humanidad.


La expresión “grandeza de los pueblos” define estar en un lugar importante en la escala de los logros y merecimientos, alcanzado sobre la base de la capacitación, el trabajo, el esfuerzo, el ahorro y la solidaridad social. No es este el caso de la totalidad del pueblo argentino. Situación totalmente deprimente si la hay. Quince millones están prácticamente fuera del sistema.
Pero más que ello, es quizás aún más deprimente la actitud que asumen los que ocupan los lugares donde se deben tomar decisiones de forma tal que el pueblo las acepte y obre en consecuencia para labrar un destino de grandeza.


Desde el gobernador puntano hasta una prominente senadora, esposa del ex gobernador de la provincia Buenos Aires y ex presidente designado, pasando por dirigentes de distintos partidos políticos y grupos piqueteros, alineados con la decisión de un gobierno al que dicen combatir, han manifestado que frente al estado de situación la ayuda social directa que propone el gobierno es una medida bienvenida.


Es imposible disentir en esto de darle la bienvenida pero, con reservas. Porque con la “ayuda” a implementar no se sacará de la pobreza a millones de argentinos. Más bien se los sumirá más en ella. Se trata un poco menos que ponerles un salvavidas de plomo. Porque se está postergando día a día la posibilidad de revertir la situación al no orientar todos los recursos disponibles para generar más riqueza. La que es necesario poseer previamente para tener acceso a ella y a lo que con ella se obtiene.


Las palabras que hoy escuchan los argentinos es posible que podamos encuadrarlas en el marco de una forma de la falacia. Falacia porque estarían señalando que son fruto del amor al semejante y paliativo de una situación transitoria, cuando en realidad es consecuencia de la impotencia que posee la Nación para brindar mejor presente y futuro promisorio a millones de seres humanos. Que contemplan azorados una realidad que los apabulla, que nunca imaginaron y que vienen arrastrando por décadas y décadas. Un estado de situación al que llegaron de la mano de los dirigentes sociales que desde hace doscientos años condujeron los destinos de la Nación. Y como el pueblo los acompañó, todos somos culpables.


Debemos actuar antes que desaparezcan de la platea de la Patria los que saben que se puede vivir mejor. De lo contrario los que habitan en estos lares asumirán como irreversible su estado de situación. Como los villanos de la Edad Media que durante mil años no hicieron nada más que subsistir. Como seguramente lo están asumiendo muchos de los habitantes de “nuestras villas” y los pobres, que suman ya millones. Y en sus espíritus ya no estará la voluntad de escalar posiciones apelando al esfuerzo propio, a la rectitud que impone la moral sino que, a lo mejor, a la opción de quitarle algo a los demás, hasta que se termine lo que hay.


Quizás debamos, en primer lugar, dejar de lado la intención que trajeron los europeos que pisaron por primeras vez estos territorios. Porque no hacerlo sería no admitir que todo vino “mal parido”. La diferencia con otros pueblos es concluyente. Los que desde el “lejano este” partieron para ocupar las fértiles tierras, y otras no tanto, del territorio europeo, lo hicieron para luego “instalarse” Dándole forma y contenido a una manera de vivir para siempre en esos lugares. La misma intención tuvieron los que, por razones religiosas más que nada, llegaron al norte de América. Buscaron el mismo destino que persiguieron los primeros hombres que salieron del territorio africano para ocupar lugares adecuados para “crecer y multiplicarse”.


No fue tanto así en América Latina. En la empresa comercial de Colón, en la de los Adelantados y en toda la administración española de más de trescientos años, no hubo otra intención que la apropiación de riqueza para trasladarla. Especialmente a España, lo que utilizaron sus monarcas, en territorios allende el Atlántico, para sostener guerras de disputas por el poder y riqueza. Tampoco otro propósito muy diferente persiguieron los invasores ingleses en 1806 y 1807. Si al menos una insignificante parte de la riqueza extraída se hubiera reinvertido en estos lugares, otro sería el cantar actualmente.


Si bien el traslado de riqueza de hoy en día tiene otras características, lo realmente penoso es que la corrupción, absolutamente presente en toda la época colonial, continuó inalterable en los “gobiernos propios”. Y adquiere formas a tal punto cuya descripción es poco menos que imposible que la imaginación del más virtuoso creador de relatos de ciencia ficción logre plasmarlas en un escrito.


La corrupción de los propios miembros de las sociedades latino americanas permite la de los extraños. Y entre ambas conforman la más letal combinación de intereses. Todo ello favorecido por el sistema de organización socio política imperante y la falta del elemento que existió en las primeras formas de gobierno organizadas en occidente: el honor, que descansa en la honestidad, en la moral.


La verdad, la libertad, la justicia y el amor son los valores sociales inherentes a la persona humana anotados en la Doctrina Social de la Iglesia; “expresan el aprecio que se debe atribuir a aquellos determinados aspectos del bien moral que los principios se proponen conseguir, ofreciéndose como puntos de referencia para la estructuración oportuna y la conducción ordenada de la vida social. Los valores requieren, por consiguiente, tanto la práctica de los principios fundamentales de la vida social, como el ejercicio personal de las virtudes y, por ende, las actitudes morales correspondientes a los valores mismos”


Para empezar por el principio, Argentina necesita aferrarse a la verdad. Y aunque, al decir de Carlos Pellegrini, lograr que el pueblo argentino se enriquezca incluye la inversión de mucho tiempo y mucho trabajo, y porque lo primero es lo primero, es necesario asumir “a priori” nuestra pobreza. Es necesario, con toda valentía que puedan rescatar los dirigentes, que le manifiesten al pueblo argentino que debe enfrentar esa realidad y no aparecer como mesías que lo salvarán. Es necesario expresarle, como dijo Avellaneda al prometer que iba a pagar la deuda pública, que se requerirá sudor y sangre; y hasta lágrimas, como les dijo Churchill a sus compatriotas para enfrentar a los nazis. Sin olvidar, por supuesto, que se debe predicar con el ejemplo.

No necesita el pueblo de limosnas. No debe dársele migajas de lo poco que nos queda. Debe la dirigencia brindarle el ejercicio de los valores que enaltecen y con ello, entre todos, tratar de desalojar a la delincuencia que toma lo que no le corresponde porque es el fruto del trabajo, del esfuerzo ajeno.


La corrupción, en cualquier grado y nivel, denigra la condición humana y termina pudriendo el cuerpo social.

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