POR CLAUDIO FANTINI
Profesor investigador en Ciencia Política. Universidad Empresarial Siglo 21
El autor explicó, en el diario cordobés La Voz del Interior, los alcances de los más recientes escándalos acerca de Diego Maradona, el hombre de 'la mano de Dios' para la cuestionable pasión de muchos argentinos:
CÓRDOBA (La Voz del Interior).
Con Thor y Odín en el altar mayor, la mitología escandinava ofrecía a los pueblos nórdicos, con excepción de la etnia urálica (lapones, estonios y fineses), modelos integrales y precisos. Los dioses que veneraron desde vikingos a islandeses eran enteramente algo. En cambio, el Olimpo griego estaba poblado de dioses ambiguos, que tenían grandezas y ruindades. La diferencia está quizá en que los hombres de las tierras frías y sin sol, buscaban en sus mitos y leyendas modelos de perfección a seguir desde las limitaciones humanas. Mientras que los pueblos de las cálidas y soleadas tierras balcánicas, necesitaban verse reflejados en sus dioses.
Con noblezas y mezquindades, con vigores y debilidades, los humanizados habitantes del Olimpo debían ser espejo de las ambigüedades y pasiones terrenales. Argentina no tiene una mitología nórdica sino griega, con dioses vivientes que, lejos de perfecciones homogéneas, están regidos por espíritus donde conviven virtudes y vilezas. No es el integralmente lumínico Sol sino la multifacética Luna, con su brillo y su lado oscuro, la deidad que gravita sobre su conducta y sus emociones.
Por eso el Zeus argentino es Diego Maradona. Amo de la ternura y el odio, dueño de la sonrisa y la furia. Más fuerte que sus adversarios y más débil que sus vicios. Magnánimo y brutal como Zeus, el imponente jefe del Olimpo que engendró héroes y glorias, pero traicionó al propio padre, Cronos, y descargó su rencor sobre sísifos y prometeos. Crisis de liderazgo Maquiavelo escribió El arte de la guerra y recitaba de memoria la historia de las batallas que relató Tito Livio; pero cuando el condottieri Giovanni delle Bande Nere lo colocó al frente de un batallón de tres mil soldados, no pudo siquiera ponerlos en orden de combate.
Maradona es el revés de Maquiavelo. Dentro de la batalla no sólo era un genial comando de elite, sino además el eje sobre el que giraba y se organizaba el resto de la escuadra. Sin embargo, a la hora de diseñar estrategias y dirigir a sus huestes desde la colina, no supo crear un ejército eficaz ni orientarlo en el combate. O sea, en el campo de juego imponía naturalmente un liderazgo que desde la dirección técnica no supo ejercer. Pero no ha sido esta limitación la que empezó a derribar su estatua en la plaza de la argentinidad, sino su caprichosa negación de tan evidente realidad y su empecinamiento en que le sean concedidos todos sus deseos, incluido el comando de la selección de fútbol.
Esa actitud de reyezuelo engreído y altanero produjo un fenómeno extraño, inimaginable en un país tan futbolero: la selección perdió hinchada y mucha gente expresó que valía la pena quedar fuera de un Mundial si con eso terminaba el reinado decadente de quien en el pasado produjo alegría y admiración, pero lleva tiempo produciendo hartazgo. Más curioso es que la caída final que parece haber hecho trizas la estatua contra el suelo, no ocurrió porque otra selección derrotara a la de Maradona, sino porque él se derrotó a sí mismo al vomitar procacidades en una insólita y violenta catarsis de vulgaridad. El checo Alexander Dubcek decía que el mal gusto y la voluntad de humillar son características del autoritarismo. Este caso parece darle la razón. Y también confirma la escasez de liderazgos que padece la Argentina. Elisa Carrió es incapaz de liderar más allá de su comarca; Cobos no es un líder definido sino alguien con perfil lo suficientemente difuso como para adaptarlo a la situación más conveniente; Macri y De Narváez ni siquiera pueden liderar la tribu propia; Reutemann y Binner no se animan; Solá se anima pero no le sale y Kirchner no es un líder que persuada y convenza, sino un amo con instrumentos para imponer y comprar adhesiones.
Vulgaridad autoritaria
El país gozó y sufrió la devoción por su dios glorioso y patético, porque igual que los antiguos griegos veía en él reflejadas sus propias grandezas y miserias. La imagen del espejo es también la del kirchnerismo. Mesiánico y desmesurado, en virtud de sus indiscutibles aciertos se atribuye derecho a todo y para siempre. Desprecia la crítica y embiste furibundo contra ella, al tiempo que segrega apologetas dispuestos a escribir una teoría de la historia hecha a medida. Igual que la Argentina, Maradona mostró tanta capacidad de hundirse como de emerger de esos abismos recurrentes. Pero en la medida en que sus logros fueron quedando en el pasado, la mueca de la ira fue desplazando a la sonrisa, y los instintos vengativos a los buenos sentimientos.
La deriva lo llevó del amor al odio con Cóppola y tantos otros, y cuando las críticas entraron donde antes sólo había elogios, el rencor puso en acción su arma más letal: el insulto estigmatizador. Desde hace tiempo, antes de criticar al “Diego” hay que estar dispuesto a recibir una andanada de agravios de grueso calibre. Y también en eso hoy es espejo del poder. Como el hombre fuerte del Gobierno, Maradona exhibe un personalismo vertical y arbitrario; exige sumisión e idolatría y embiste destructivo contra quien ose resistirlo. Los dos tienen logros en un pasado que cada vez parece más remoto. En virtud de esos logros, reclaman veneración y derecho al liderazgo desde cualquier posición.
Finalmente, en ambos casos el triunfo lo justifica todo y el espíritu autoritario se expresa en la vulgaridad y la saña de los contraataques. Que el reflejo en el espejo de la argentinidad lleva tiempo mostrando las muecas del poder político, es una sensación expandida junto con el hartazgo frente a los caprichos y las desmesuras del dueño de “la mano de Dios”. En la misma sociedad que le aplaudió hasta las trampas si tenían éxito y daban triunfos, muchos se preguntaron por qué dirigiría bien la selección si jamás hizo el curso de técnico y sus antecedentes son muy pobres.
Después se preguntaron por qué impone su coronación en la función que le de la gana; y ahora se preguntan quién se cree que es este señor que entra a nuestras casas por el televisor y dice obscenidades frente a nuestros hijos. Con el uniforme de lo que en definitiva es una representación nacional y un mal gusto ofensivo hasta con sus propias hijas, la imagen de Maradona evocó la de Kirchner cuando se agarró un testículo en el Congreso al jurar el hombre “que trae mala suerte”. Hace tiempo que buena parte de Argentina no se ve reflejada en las derivas de Maradona. Sospecha que en sus euforias y depresiones late el monarquismo mesiánico que convierte en reyezuelos caprichosos a quienes tuvieron momentos de esplendor.
Por eso esta vez el país no festejó un triunfo salvador ni hubiera sufrido tanto la derrota si ésta ponía al agresivo rey en su lugar, incluso al precio de quedar fuera del Mundial. Los apologetas del ex jugador, igual que los del caudillo gubernamental, esgrimen el triunfo como un valor en sí mismo y apuestan que en Sudáfrica, equivalente futbolístico del 2011 político, “el Diego” demostrará a sus críticos que son un montículo de insignificancia residual.
Pero si algo faltaba para que la comparación se vuelva inevitable, fue el blanco de la furia maradónica: el periodismo. Ese espacio que no es unicidad sino diversidad, y en el que hay excelencia y amarillismo, honestidad y manipulación (igual que en todos los demás ámbitos), apareció homogeneizado por la descarga de rencor que se abatió sobre sísifos y prometeos.
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