miércoles, 9 de septiembre de 2009

Santa Cruz, un espejo que adelanta

Editorial I

La crisis de la provincia patagónica desnuda un vínculo vicioso entre lo público y lo privado, y un gasto desenfrenado

Miércoles 9 de setiembre de 2009 | Publicado en edición impresa sw La Nación

La provincia de Santa Cruz se encuentra sumergida en una grave crisis que afecta casi todas las dimensiones de su vida pública: económica, fiscal, sindical, política y social. Esta nueva tormenta cobija varias lecciones. Revela la urgencia con que esa provincia debe emprender una regeneración de sus reglas de convivencia y de su administración. Pero también desnuda las deformaciones propias de un estilo de gestión del poder y del Estado que, desde 2003, se ha hecho habitual en el país. Santa Cruz puede ser un espejo que adelanta.

Las finanzas provinciales bordean el colapso a pesar de ser, en términos relativos, el distrito más asistido por la Nación. El déficit fiscal supera los 2000 millones de pesos. Es la consecuencia de una política de gasto desenfrenado, sobre todo por la propensión a utilizar el empleo público como un instrumento del clientelismo electoral.

En los últimos tres años se incorporaron 10.000 nuevos agentes al plantel estatal. Y el sistema jubilatorio es tan generoso que más de 300 beneficiarios cobran más de 30.000 pesos. El 60 por ciento de la población económicamente activa de Santa Cruz se desempeña como agente del Estado, ya sea en el nivel provincial o en el municipal. Son 55.000 de las 220.000 personas que viven en aquellas tierras. Muchas de ellas eran militantes políticos o sociales contratados que ahora fueron absorbidos por el presupuesto provincial de manera definitiva.

Parte de los recursos que se expatriaron durante la administración provincial de Néstor Kirchner se fueron consumiendo en este festival demagógico. La dimensión de esos ahorros representa hoy una incógnita que nadie puede revelar, a pesar de las rendiciones oficiales ante el Tribunal de Cuentas de la provincia.

La economía privada no está más rozagante que la pública. La huelga petrolera que finalizó a fines del mes pasado consumió, según cálculos de observadores independientes, más de 150 millones de dólares. En el conflicto intervino, de manera bastante evidente, la inquina política del matrimonio Kirchner con el gobernador Daniel Peralta, acusado por la Presidenta de ser el responsable de la derrota electoral del oficialismo en la provincia el 28 de junio pasado. La confusión entre intereses públicos y privados no podría ser mayor en este conflicto. Al frente del principal productor de hidrocarburos, YPF, actor protagónico en la reyerta, está una familia muy ligada al gobierno nacional. Se trata del mismo grupo que controla el Banco de Santa Cruz, que se negó a administrar el fideicomiso cuya creación había anunciado el gobernador para superar la asfixia fiscal.

Por su parte, el propio Peralta intervino en las asambleas del sindicato alentando demandas extremas en contra del empresariado, tomando el Estado parte en el entredicho. El paro se levantó después de concesiones desbocadas. Los sindicalistas arrancaron un aumento salarial del 24,5 % a las empresas, que fueron obligadas por el Poder Ejecutivo a pagar los días no trabajados. Nadie sabe cómo absorberán estos costos las firmas contratistas de servicios petroleros, cuyos ingresos cayeron a un piso histórico por el bajo nivel de actividad. Otra cara del fracaso de la política energética que los santacruceños, a quienes se suponía expertos en la materia, impusieron desde el gobierno nacional.

El desmanejo de la economía local y, sobre todo, el decaimiento del negocio petrolero están cambiando el paisaje social santacruceño. En el norte de la provincia, crece la conflictividad, alentada por flagelos que se van generalizando, como la adicción al alcohol o a las drogas. En parte por un incremento del consumo, en parte por una política informativa más transparente respecto de este drama, los procedimientos por narcotráfico se han vuelto mucho más frecuentes en Santa Cruz.

En Río Gallegos, la miseria social tiene otro rostro: la ciudad está rodeada por una villa de emergencia en la que ya se asentaron más de 400 familias. Al lado de ellas se extiende un basural. Esas personas viven casi a la intemperie en un clima, por momentos, siberiano.

Los dramas de Santa Cruz constituyen una lección para todo el país. Son la consecuencia de una cultura política y de un modelo de administración que, desde 2003, se proponen como ejemplares para todos los argentinos. La característica más sobresaliente de ese paradigma es el vacío de autoridad de quien está al frente del Gobierno. Quienes acceden al poder institucional de la provincia son reducidos, en poco tiempo, a la condición de títeres de un caudillo que no tolera perder el control de las decisiones aunque haya abandonado la función pública.

Kirchner manejó a su antojo a los gobernadores que lo sucedieron. Los que se resistieron a ese designio, como Sergio Acevedo, fueron destituidos al cabo de inocultables movimientos de boicot. Peralta, hoy, se mira en ese antecedente, mientras en su gabinete se producen renuncias digitadas desde la residencia de Olivos. Nada que sorprenda en estos días. También Daniel Scioli tolera que sus ministros lo abandonen por órdenes que emanan de la quinta presidencial. La demostración sinfónica de este método se verifica en la administración de la Nación. Allí ejerce una influencia desorbitada quien hace más de un año y medio abandonó la primera magistratura. Un ciudadano cuyo rol se limita a su vínculo conyugal con la Presidenta y que, en todo caso, a partir del 10 de diciembre, integrará un poder distinto del Ejecutivo, como diputado nacional. Es difícil encontrar un poder más destituyente que este centro de operaciones informal y obsesivo, ejercido por una sola persona.

Pero no es sólo por esta deformación institucional que Santa Cruz se ha convertido en una reducción a escala del país. La provincia es también la casa matriz de un vínculo vicioso entre lo público y lo privado que se ha vuelto muy visible en la Argentina. Los empresarios son parte, como un engranaje más, de una maquinaria política, y los negocios, como la obra pública, se reparten entre tres o cuatro afiliados a un cartel. Casi todos los canales de información están en manos de un ahorrativo cadete y secretario privado que reproduce en la radio y la televisión con énfasis cercano a la caricatura los argumentos del poder. Inmejorable "servicio audiovisual".

Del otro lado de este montaje se agita un sindicalismo extorsivo que desconoce la negociación y pasa a la acción directa cada vez que los funcionarios o los empresarios no lo reconocen como socio de un orden cada vez más corporativo.

De las mismas causas no hay que esperar distintas consecuencias. Los asentamientos santacruceños son la imagen física de un crecimiento de la pobreza y el desempleo que, según el dictamen del papa Benedicto XVI, ya son escandalosos en toda la República. Cuatro de cada diez argentinos carecen de los recursos necesarios para vivir y llegaron a esa condición llevados por una política que presume de distribuir el ingreso de manera más equitativa.

Los titulares del experimento santacruceño revisan ahora los rincones en busca de un traidor a quien echarle las culpas. Hoy es Peralta, como antes lo fueron Acevedo o Sancho. También ensayan candidaturas que tendrían, en 2011, el efecto mágico de revertir la derrota: la de Julio De Vido, la de la propia Cristina Kirchner, quien después de ser senadora bonaerense volvió a votar en Santa Cruz, mientras su esposo aprovechaba en Buenos Aires las ventajas electorales del domicilio conyugal.

Distracciones vanas, engaños de un momento, que sólo pretenden ocultar en la provincia lo que cabe temer en la Nación: que el desenlace inevitable de tanto desequilibrio político sea una dolorosa decadencia.

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