Por: César Ramón Cuello
Una Política de Estado implica asumir un compromiso con la posterioridad e involucra al estamento gubernamental en particular y a la población en general. En este caso en la medida que los conceptos que la conforman son expresados de tal forma que llegan fácilmente a la conciencia colectiva y son asumidos por los ciudadanos.
Trasciende la permanencia de los gobernantes circunstanciales ya que los objetivos contenidos en la misma, dada su escala, son alcanzables sólo con el transcurso del tiempo que con creces supera al término de los mandatos. Este criterio conjuga armoniosamente con el binomio conceptual trabajo/tiempo, inserto en la nota que sirvió para enmarcar los propósitos fundacionales de Conapas (Corriente Nacional de Políticas Ambientales y Sociales).
Consistencia y trascendencia forman parte de su naturaleza toda vez que la democracia y representatividad tienen vida en la organización social que adopte la comunidad donde se implemente.
Bajo el paraguas de estos conceptos la primer Política de Estado a asumir es el respeto a las reglas de juego que ordenarán la vida de la Nación, la forma de relacionarse los ciudadanos y los mecanismos básicos para lograr los bienes y servicios que los acercarán a gozar de los beneficios del grado de civilización que ha alcanzado la humanidad.
Esas reglas de juego están contenidas desde siempre en el derecho natural que reconoce la libertad como atributo inherente a la naturaleza humana, otorgada por el Creador al proporcionarle a los humanos la facultad de ejercer el libre albedrío. Libertad que en sí misma reconoce la libertad económica trasuntada en el criterio “propiedad privada”,
En los últimos quinientos años la humanidad, apelando con absoluta conciencia de ello o no, a la sapiencia de los preclaros, fue dándole forma escrita al desarrollo de aquellos principios contenidos en el derecho natural como se dijo, dando lugar al nacimiento de las constituciones modernas. En ellas, el principio republicano de división de poderes y el de la representatividad, más que de representación, forman parte intrínseca de su naturaleza. Lo mismo que el derecho, en tanto obligación, de participar orgánicamente en darle forma al marco de la vida social, lo cual implica federalismo, es decir, una unión o alianza de partes que se reconocen como tales y por lo tanto hacen lo propio con su derecho disponer sobre sus propias reglas de juego en la medida que no se desconozca el acuerdo básico.
Nuestra Constitución de 1853 se acercó a esta forma de visualizar la Ley Básica. Ya hace más de cien años, Carlos Pellegrini, algunas de cuyas palabras se reprodujeron en una nota anterior sentenció que “nuestro régimen no es representativo, ni republicano, ni federal”. Quién realmente fue un “piloto” ante el peligro del naufragio en 1890, describió con breves palabras las razones por las que llegó a esa conclusión.
Hoy en día, funestamente, son de estricta aplicación. La mayoría decisoria del Congreso está “en conquistar la protección o buena voluntad del mandatario”…”no tienen (y no obran con) la independencia que el sistema republicano exige”…”a diario presenciamos como la autonomía de las provincias ha quedado suprimida”.
El artículo de la Constitución Argentina que faculta al poder central de intervenir en el gobierno de las provincias, aún sin el requerimiento de ellas en tal sentido, es la Espada de Damocles que pendió sobre ellas. Que muchas veces cayó por habérsele cortado el hilo que la suspendía cuando razones variopintas impulsaron la intervención. Nótese que la constitución norteamericana que hemos tomado como modelo, según nos enseñaron siempre, dicha intervención la somete al requerimiento de los gobiernos locales exclusivamente. De esta manera en el espacio de tiempo de más de doscientos años ni en la Casa Blanca ni el Congreso norteamericano se tomó la decisión de intervenir al gobierno de Estado alguno.
Actualmente, en nuestra Patria, la figura de la intervención ha sido superada por la actitud que adopta la mayoría legislativa mencionada para pervertir la naturaleza primigenia de las constituciones, que reconocen y adoptan la representatividad, el republicanismo y el federalismo como el espíritu constitutivo de la organización social.
Es claro que la culpa no la tiene chancho sino el que le da de comer, dice el refrán. En efecto, si bien los legisladores actúan como se dijo, es porque la Constitución lo permite. Permite el otorgamiento de facultades al Poder Ejecutivo que le proporciona el manejo de casi el ochenta por ciento de los recursos tributarios. Que son el aporte de parte de su vida de los ciudadanos. La parte de su vida que tienen que utilizar para producir ingresos que deben ser transferidos al Estado Nacional y que son utilizados en cumplir funciones que no le prescribe la Ley Fundamental. Lo que en muchos casos deriva en actos de corrupción.
Por otra parte, sin que hubiere límite al cual se pudiera apelar, nuestros legisladores aprobaron cálculos de ingresos inferiores a lo real y lógicamente esperado, para manipular “a piacere” y sin control social los excedentes sobrevinientes. Aplicándolos a erogaciones sospechadas de ser absolutamente polutas. Más que una genuflexión, como alguno cataloga a este tipo de conducta por parte de los legisladores, la actitud está más cerca de una ineptitud rayana en la ignorancia supina, al menos para actuar como legisladores.
Aunque no haya nacido con un modelo de integridad democrática como dijera Pellegrini, en 1957 se inició el proceso de mayor desnaturalización del concepto constitucional propiamente dicho de nuestra Carta Magna, para terminar en la sanción de la reforma de 1994.
En aquella oportunidad se le adosaron una serie de garantías en el Artículo 14 Bis. Garantías que en realidad deben ser el fruto del trabajo y esfuerzo fecundo de los habitantes y no la promesa de brindar beneficios sin el aporte de estos elementos y que, por lo tanto, deben partir de la conducta honrada y laboriosa de los ciudadanos que forman parte del pueblo de la Nación.
En la última reforma otros golpes mortales al espíritu de Montesquiú fueron la institucionalización de la concentración financiera que impone la coparticipación, la eliminación del Colegio Electoral para elegir Presidente y la elección de senadores por voto directo. El primero porque da lugar a la posibilidad cierta de ejercer una dictadura financiera debida al manejo de la mayor parte de los recursos tributarios por parte del poder central y con ello la posibilidad de cometer desaguisados; el segundo porque no reconoce la autonomía de los estados confederados; el tercero porque elimina la posibilidad de la representación políticas de éstos a través de sus nombramiento por las legislaturas provinciales, que constituyen el depósito natural del poder local para otorgar representatividad.
Es posible afirmar, luego de los conceptos vertidos precedentemente, que el punto de partida que nos llevó por el camino que nos ha dejado en la realidad de pobreza que presenta nuestra Patria, son algunos aspectos de la Ley Fundamental.
Urge entonces estudiar y rever su contenido para adecuarlo a las exigencias que nos impone nuestra protección de ser una sociedad próspera y a la altura de la civilización alcanzada por la humanidad. Y que la observancia de sus prescripciones constituya la sagrada Política de Estado a mantener por todo el tiempo.
La otra principalísima es ajustar todos nuestros actos a la moral. Pero esto, aunque pertenezca al mismo costal , es otra harina. Que vamos a cernirla por separado.
Una Política de Estado implica asumir un compromiso con la posterioridad e involucra al estamento gubernamental en particular y a la población en general. En este caso en la medida que los conceptos que la conforman son expresados de tal forma que llegan fácilmente a la conciencia colectiva y son asumidos por los ciudadanos.
Trasciende la permanencia de los gobernantes circunstanciales ya que los objetivos contenidos en la misma, dada su escala, son alcanzables sólo con el transcurso del tiempo que con creces supera al término de los mandatos. Este criterio conjuga armoniosamente con el binomio conceptual trabajo/tiempo, inserto en la nota que sirvió para enmarcar los propósitos fundacionales de Conapas (Corriente Nacional de Políticas Ambientales y Sociales).
Consistencia y trascendencia forman parte de su naturaleza toda vez que la democracia y representatividad tienen vida en la organización social que adopte la comunidad donde se implemente.
Bajo el paraguas de estos conceptos la primer Política de Estado a asumir es el respeto a las reglas de juego que ordenarán la vida de la Nación, la forma de relacionarse los ciudadanos y los mecanismos básicos para lograr los bienes y servicios que los acercarán a gozar de los beneficios del grado de civilización que ha alcanzado la humanidad.
Esas reglas de juego están contenidas desde siempre en el derecho natural que reconoce la libertad como atributo inherente a la naturaleza humana, otorgada por el Creador al proporcionarle a los humanos la facultad de ejercer el libre albedrío. Libertad que en sí misma reconoce la libertad económica trasuntada en el criterio “propiedad privada”,
En los últimos quinientos años la humanidad, apelando con absoluta conciencia de ello o no, a la sapiencia de los preclaros, fue dándole forma escrita al desarrollo de aquellos principios contenidos en el derecho natural como se dijo, dando lugar al nacimiento de las constituciones modernas. En ellas, el principio republicano de división de poderes y el de la representatividad, más que de representación, forman parte intrínseca de su naturaleza. Lo mismo que el derecho, en tanto obligación, de participar orgánicamente en darle forma al marco de la vida social, lo cual implica federalismo, es decir, una unión o alianza de partes que se reconocen como tales y por lo tanto hacen lo propio con su derecho disponer sobre sus propias reglas de juego en la medida que no se desconozca el acuerdo básico.
Nuestra Constitución de 1853 se acercó a esta forma de visualizar la Ley Básica. Ya hace más de cien años, Carlos Pellegrini, algunas de cuyas palabras se reprodujeron en una nota anterior sentenció que “nuestro régimen no es representativo, ni republicano, ni federal”. Quién realmente fue un “piloto” ante el peligro del naufragio en 1890, describió con breves palabras las razones por las que llegó a esa conclusión.
Hoy en día, funestamente, son de estricta aplicación. La mayoría decisoria del Congreso está “en conquistar la protección o buena voluntad del mandatario”…”no tienen (y no obran con) la independencia que el sistema republicano exige”…”a diario presenciamos como la autonomía de las provincias ha quedado suprimida”.
El artículo de la Constitución Argentina que faculta al poder central de intervenir en el gobierno de las provincias, aún sin el requerimiento de ellas en tal sentido, es la Espada de Damocles que pendió sobre ellas. Que muchas veces cayó por habérsele cortado el hilo que la suspendía cuando razones variopintas impulsaron la intervención. Nótese que la constitución norteamericana que hemos tomado como modelo, según nos enseñaron siempre, dicha intervención la somete al requerimiento de los gobiernos locales exclusivamente. De esta manera en el espacio de tiempo de más de doscientos años ni en la Casa Blanca ni el Congreso norteamericano se tomó la decisión de intervenir al gobierno de Estado alguno.
Actualmente, en nuestra Patria, la figura de la intervención ha sido superada por la actitud que adopta la mayoría legislativa mencionada para pervertir la naturaleza primigenia de las constituciones, que reconocen y adoptan la representatividad, el republicanismo y el federalismo como el espíritu constitutivo de la organización social.
Es claro que la culpa no la tiene chancho sino el que le da de comer, dice el refrán. En efecto, si bien los legisladores actúan como se dijo, es porque la Constitución lo permite. Permite el otorgamiento de facultades al Poder Ejecutivo que le proporciona el manejo de casi el ochenta por ciento de los recursos tributarios. Que son el aporte de parte de su vida de los ciudadanos. La parte de su vida que tienen que utilizar para producir ingresos que deben ser transferidos al Estado Nacional y que son utilizados en cumplir funciones que no le prescribe la Ley Fundamental. Lo que en muchos casos deriva en actos de corrupción.
Por otra parte, sin que hubiere límite al cual se pudiera apelar, nuestros legisladores aprobaron cálculos de ingresos inferiores a lo real y lógicamente esperado, para manipular “a piacere” y sin control social los excedentes sobrevinientes. Aplicándolos a erogaciones sospechadas de ser absolutamente polutas. Más que una genuflexión, como alguno cataloga a este tipo de conducta por parte de los legisladores, la actitud está más cerca de una ineptitud rayana en la ignorancia supina, al menos para actuar como legisladores.
Aunque no haya nacido con un modelo de integridad democrática como dijera Pellegrini, en 1957 se inició el proceso de mayor desnaturalización del concepto constitucional propiamente dicho de nuestra Carta Magna, para terminar en la sanción de la reforma de 1994.
En aquella oportunidad se le adosaron una serie de garantías en el Artículo 14 Bis. Garantías que en realidad deben ser el fruto del trabajo y esfuerzo fecundo de los habitantes y no la promesa de brindar beneficios sin el aporte de estos elementos y que, por lo tanto, deben partir de la conducta honrada y laboriosa de los ciudadanos que forman parte del pueblo de la Nación.
En la última reforma otros golpes mortales al espíritu de Montesquiú fueron la institucionalización de la concentración financiera que impone la coparticipación, la eliminación del Colegio Electoral para elegir Presidente y la elección de senadores por voto directo. El primero porque da lugar a la posibilidad cierta de ejercer una dictadura financiera debida al manejo de la mayor parte de los recursos tributarios por parte del poder central y con ello la posibilidad de cometer desaguisados; el segundo porque no reconoce la autonomía de los estados confederados; el tercero porque elimina la posibilidad de la representación políticas de éstos a través de sus nombramiento por las legislaturas provinciales, que constituyen el depósito natural del poder local para otorgar representatividad.
Es posible afirmar, luego de los conceptos vertidos precedentemente, que el punto de partida que nos llevó por el camino que nos ha dejado en la realidad de pobreza que presenta nuestra Patria, son algunos aspectos de la Ley Fundamental.
Urge entonces estudiar y rever su contenido para adecuarlo a las exigencias que nos impone nuestra protección de ser una sociedad próspera y a la altura de la civilización alcanzada por la humanidad. Y que la observancia de sus prescripciones constituya la sagrada Política de Estado a mantener por todo el tiempo.
La otra principalísima es ajustar todos nuestros actos a la moral. Pero esto, aunque pertenezca al mismo costal , es otra harina. Que vamos a cernirla por separado.
La Plata, 10 de Agosto de 2009
Que bien, me encanto la nota, es bueno tener a alguien que escriba lo que yo pienso.
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