Michel Rocard Para LA NACION
PARIS.- La realidad de la economía de mercado -transacciones directas entre los comerciantes y los clientes- apareció gradualmente hace unos 3000 o 4000 años. En esta nueva relación social, el cliente era libre de comprar lo que quisiera, en el momento en que lo deseara y a quien quisiera, con frecuencia regateando el precio con el vendedor.
Debido a esas características, el libre mercado es parte de una libertad básica, arraigada en la vida cotidiana. Sigue predominando en la actualidad, ya que todos los intentos de establecer una alternativa, incluso el totalitarismo, fracasaron. De hecho, han transcurrido veinte años desde que los antiguos países comunistas de Europa del Este volvieron a unirse al mundo de la economía de mercado, medida que los socialdemócratas adoptaron en todo el mundo en una fecha tan temprana como 1946.
Durante varios miles de años, el libre mercado estuvo conformado por individuos: artesanos, comerciantes y consumidores. En el momento de su aparición, hace tres siglos, el capitalismo era simplemente la misma actividad en mayor escala. A causa de los motores de vapor y de la electricidad, una cantidad más grande de personas estuvieron en condiciones de trabajar juntas, y las corporaciones pudieron atraer un mayor número de pequeños ahorristas, que se convirtieron en capitalistas.
El sistema es fantástico. Para el momento en que se produjo la Revolución Francesa, el estándar de vida se había duplicado con respecto al período del Imperio Romano. Hoy es 150 veces más alto.
Pero el capitalismo también es cruel. En sus comienzos, la gente estaba obligada a trabajar 17 horas diarias sin un día de descanso ni jubilación. Era una forma de esclavitud. Gracias la democracia, a las luchas sociales y a los sindicatos de trabajadores, junto con los esfuerzos políticos de la democracia social, el sistema es menos inhumano.
No obstante, si se lo deja librado a sí mismo, el sistema es inestable. Experimenta una crisis una vez por década, más o menos. La peor crisis del siglo XX, que se produjo entre 1929 y 1932, provocó el desempleo de 70 millones de trabajadores en Inglaterra, Estados Unidos y Alemania (sin subsidios de desempleo) en menos de seis meses. Llevó a Adolf Hitler al poder y desencadenó una guerra que dejó un tendal de 50 millones de muertos.
Después de la guerra, predominó la convicción de que era necesario estabilizar el modelo. Finalmente, emergió un sistema más equilibrado, basado en tres instituciones principales: el seguro de salud, la política keynesiana en el ámbito fiscal y monetario, destinada a atenuar el impacto de los ciclos económicos, y, lo más importante, una política de salarios altos y reducción de la desigualdad económica para impulsar el consumo familiar.
El logro fue asombroso: 30 años de crecimiento económico constante y rápido, empleo pleno y permanente en todas las naciones desarrolladas, y ninguna crisis económica o financiera. El estándar de vida se multiplicó diez veces durante este período. La prosperidad se convirtió en el arma más contundente, y con ella Occidente aseguró su victoria sobre el comunismo soviético. La gente de Europa del Este estaba ansiosa por adoptar esta clase de capitalismo.
Sin embargo, el éxito político del capitalismo llegó en el momento en que el sistema empezaba a deteriorarse. Los salarios altos impulsaron el crecimiento, pero redujeron las ganancias. Los accionistas se organizaron por medio de fondos de pensión, fondos de inversión y fondos de coberturas. Debido a la presión que ejercieron, disminuyó el empleo, por lo que se redujo en un diez por ciento la proporción que ocupaban los salarios dentro del ingreso nacional total en el transcurso de los últimos 30 años.
En las naciones desarrolladas, el número de empleados pobres alcanzó al 10/15 por ciento de la fuerza laboral, con un 5/10 por ciento de trabajadores desempleados y un 5/10 por ciento de expulsados por completo del mercado laboral. Más aún: en el curso de los últimos 25 años, ha estallado cada cuatro o cinco años una grave crisis financiera, regional o global. El crecimiento anual cayó, en promedio, en un tres por ciento. La crisis actual se desencadenó debido al ocultamiento de préstamos incobrables en fondos comunes de valores vendidos en todo el mundo.
La oleada de quiebras generó una severa crisis crediticia, que a su vez desencadenó una profunda recesión y, con ella, un brutal aumento del desempleo. Los tres recursos estabilizadores del capitalismo perdieron su eficacia. Aunque los países ricos reaccionaron más rápida y hábilmente que en 1929 para estimular sus economías, y se restañó la hemorragia de los bancos, eso no ha sido suficiente para impulsar el crecimiento.
Nos encontramos ahora en un período extraño, en el que gobiernos, banqueros y periodistas anuncian el fin de la crisis tan sólo porque los grandes bancos ya no quiebran cada semana. Pero no se ha resuelto nada, y el desempleo sigue creciendo.
Peor aún: el sector bancario intenta aprovechar los paquetes de rescate financiados públicamente para proteger sus privilegios, que incluyen bonificaciones inmoralmente cuantiosas y extravagantes libertades destinadas a crear valores especulativos financieros, completamente desvinculados de la economía real. De hecho, el llamado "fin de la crisis" parece más bien una reconstrucción de los mismos mecanismos que la provocaron.
En todas partes, la actividad económica se estabiliza penosamente a un nivel que está entre un cinco y un diez por ciento por debajo de los niveles de 2007. La causa de la crisis sigue siendo la caída de la capacidad de adquisición de las clases media y baja y el colapso de las burbujas especulativas creadas por la codicia de las clases adineradas con su ambición de amasar más dinero. Pero si deseamos tener un sistema en el que casi todo el mundo pueda estar mejor, los ricos ya no podrán hacerse más ricos de manera simultánea. Si no es así, nos espera un largo período de estancamiento, caracterizado por periódicas crisis financieras.
En estas circunstancias, una mayoría de los votantes europeos ha demostrado recientemente, una vez más, que están a favor de la derecha y de su tendencia a apoyar a los acumuladores de riqueza. Un sombrío futuro nos espera.
El autor fue primer ministro de Francia; es miembro del Parlamento Europeo
PARIS.- La realidad de la economía de mercado -transacciones directas entre los comerciantes y los clientes- apareció gradualmente hace unos 3000 o 4000 años. En esta nueva relación social, el cliente era libre de comprar lo que quisiera, en el momento en que lo deseara y a quien quisiera, con frecuencia regateando el precio con el vendedor.
Debido a esas características, el libre mercado es parte de una libertad básica, arraigada en la vida cotidiana. Sigue predominando en la actualidad, ya que todos los intentos de establecer una alternativa, incluso el totalitarismo, fracasaron. De hecho, han transcurrido veinte años desde que los antiguos países comunistas de Europa del Este volvieron a unirse al mundo de la economía de mercado, medida que los socialdemócratas adoptaron en todo el mundo en una fecha tan temprana como 1946.
Durante varios miles de años, el libre mercado estuvo conformado por individuos: artesanos, comerciantes y consumidores. En el momento de su aparición, hace tres siglos, el capitalismo era simplemente la misma actividad en mayor escala. A causa de los motores de vapor y de la electricidad, una cantidad más grande de personas estuvieron en condiciones de trabajar juntas, y las corporaciones pudieron atraer un mayor número de pequeños ahorristas, que se convirtieron en capitalistas.
El sistema es fantástico. Para el momento en que se produjo la Revolución Francesa, el estándar de vida se había duplicado con respecto al período del Imperio Romano. Hoy es 150 veces más alto.
Pero el capitalismo también es cruel. En sus comienzos, la gente estaba obligada a trabajar 17 horas diarias sin un día de descanso ni jubilación. Era una forma de esclavitud. Gracias la democracia, a las luchas sociales y a los sindicatos de trabajadores, junto con los esfuerzos políticos de la democracia social, el sistema es menos inhumano.
No obstante, si se lo deja librado a sí mismo, el sistema es inestable. Experimenta una crisis una vez por década, más o menos. La peor crisis del siglo XX, que se produjo entre 1929 y 1932, provocó el desempleo de 70 millones de trabajadores en Inglaterra, Estados Unidos y Alemania (sin subsidios de desempleo) en menos de seis meses. Llevó a Adolf Hitler al poder y desencadenó una guerra que dejó un tendal de 50 millones de muertos.
Después de la guerra, predominó la convicción de que era necesario estabilizar el modelo. Finalmente, emergió un sistema más equilibrado, basado en tres instituciones principales: el seguro de salud, la política keynesiana en el ámbito fiscal y monetario, destinada a atenuar el impacto de los ciclos económicos, y, lo más importante, una política de salarios altos y reducción de la desigualdad económica para impulsar el consumo familiar.
El logro fue asombroso: 30 años de crecimiento económico constante y rápido, empleo pleno y permanente en todas las naciones desarrolladas, y ninguna crisis económica o financiera. El estándar de vida se multiplicó diez veces durante este período. La prosperidad se convirtió en el arma más contundente, y con ella Occidente aseguró su victoria sobre el comunismo soviético. La gente de Europa del Este estaba ansiosa por adoptar esta clase de capitalismo.
Sin embargo, el éxito político del capitalismo llegó en el momento en que el sistema empezaba a deteriorarse. Los salarios altos impulsaron el crecimiento, pero redujeron las ganancias. Los accionistas se organizaron por medio de fondos de pensión, fondos de inversión y fondos de coberturas. Debido a la presión que ejercieron, disminuyó el empleo, por lo que se redujo en un diez por ciento la proporción que ocupaban los salarios dentro del ingreso nacional total en el transcurso de los últimos 30 años.
En las naciones desarrolladas, el número de empleados pobres alcanzó al 10/15 por ciento de la fuerza laboral, con un 5/10 por ciento de trabajadores desempleados y un 5/10 por ciento de expulsados por completo del mercado laboral. Más aún: en el curso de los últimos 25 años, ha estallado cada cuatro o cinco años una grave crisis financiera, regional o global. El crecimiento anual cayó, en promedio, en un tres por ciento. La crisis actual se desencadenó debido al ocultamiento de préstamos incobrables en fondos comunes de valores vendidos en todo el mundo.
La oleada de quiebras generó una severa crisis crediticia, que a su vez desencadenó una profunda recesión y, con ella, un brutal aumento del desempleo. Los tres recursos estabilizadores del capitalismo perdieron su eficacia. Aunque los países ricos reaccionaron más rápida y hábilmente que en 1929 para estimular sus economías, y se restañó la hemorragia de los bancos, eso no ha sido suficiente para impulsar el crecimiento.
Nos encontramos ahora en un período extraño, en el que gobiernos, banqueros y periodistas anuncian el fin de la crisis tan sólo porque los grandes bancos ya no quiebran cada semana. Pero no se ha resuelto nada, y el desempleo sigue creciendo.
Peor aún: el sector bancario intenta aprovechar los paquetes de rescate financiados públicamente para proteger sus privilegios, que incluyen bonificaciones inmoralmente cuantiosas y extravagantes libertades destinadas a crear valores especulativos financieros, completamente desvinculados de la economía real. De hecho, el llamado "fin de la crisis" parece más bien una reconstrucción de los mismos mecanismos que la provocaron.
En todas partes, la actividad económica se estabiliza penosamente a un nivel que está entre un cinco y un diez por ciento por debajo de los niveles de 2007. La causa de la crisis sigue siendo la caída de la capacidad de adquisición de las clases media y baja y el colapso de las burbujas especulativas creadas por la codicia de las clases adineradas con su ambición de amasar más dinero. Pero si deseamos tener un sistema en el que casi todo el mundo pueda estar mejor, los ricos ya no podrán hacerse más ricos de manera simultánea. Si no es así, nos espera un largo período de estancamiento, caracterizado por periódicas crisis financieras.
En estas circunstancias, una mayoría de los votantes europeos ha demostrado recientemente, una vez más, que están a favor de la derecha y de su tendencia a apoyar a los acumuladores de riqueza. Un sombrío futuro nos espera.
El autor fue primer ministro de Francia; es miembro del Parlamento Europeo
Traducción: Mirta Rosenberg
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